Por Yamir de Jesús Valdez.-
Por décadas, el 3 de julio fue apenas una fecha conmemorativa para unos cuantos libros de historia. Hoy, con Claudia Sheinbaum como la primera mujer en ocupar la Presidencia de la República, la efeméride cobra una fuerza simbólica que desborda los discursos de ocasión: el 3 de julio de 1955, por primera vez, las mujeres mexicanas votaron en una elección federal. Lo hicieron para integrar la XLIII Legislatura del Congreso de la Unión, tras una lucha de décadas por sus derechos políticos. Setenta años después, no solo votan, sino que gobiernan, legislan y aspiran, en serio, al máximo cargo en sus estados.
Sinaloa no es la excepción. La carrera por la gubernatura de 2027 ya está en marcha —aunque nadie lo admita públicamente— y son precisamente las mujeres quienes protagonizan los primeros movimientos. En un estado donde la política ha sido tradicionalmente dominio masculino, hoy son varias las que levantan la mano, cada una desde sus propias trincheras, filiaciones e intereses.
De entrada, está María Teresa Guerra Ochoa, diputada local, actual presidenta de la Junta de Coordinación Política del Congreso del Estado y exsecretaria de las Mujeres en el gabinete de Rubén Rocha Moya. Su cercanía con el gobernador no es un secreto, como tampoco lo es que el propio Rocha la ve con simpatía para sucederlo. Guerra representa una carta interna, disciplinada, con trayectoria académica y activismo feminista, aunque con poca conexión popular y escasa operación electoral. Tiene el respaldo del poder Ejecutivo, pero no necesariamente de las bases.
En el otro extremo se encuentra la diputada federal Graciela Domínguez Nava, excoordinadora de Morena en el Congreso sinaloense y actual legisladora en San Lázaro. Domínguez ha sido impulsada por Feliciano Castro Meléndrez, secretario general de Gobierno, quien la respalda como una figura con mayor estructura territorial y experiencia parlamentaria. Sin embargo, esa misma alianza con Castro Meléndrez le genera resistencias en otros círculos del morenismo, que no olvidan sus desencuentros en los años recientes.
Por parte de la oposición, destaca la senadora Paloma Sánchez Ramos, priista, joven, con oratoria ágil y una agenda de género bien construida, aunque con el pesado lastre de militar en un partido en declive. Su presencia en medios nacionales y su papel en tribuna la posicionan como una voz reconocible, pero difícilmente competitiva si el PRI no logra, al menos, una alianza sólida rumbo al 2027. En otras palabras: puede ser candidata, pero no puntera.
Y entonces está Imelda Castro Castro, senadora por Morena, con una trayectoria que no solo la convierte en la carta más visible de la 4T en Sinaloa, sino también en una figura con peso propio. Su reciente decisión de declinar la presidencia del Senado fue leída por muchos como un acto de madurez política y visión de largo alcance. En lugar de buscar el reflector nacional, eligió caminar el territorio, hablar de frente con las comunidades y responder al llamado de su estado.
Imelda es una política que no nació en el poder, sino que ha construido su carrera desde abajo. Militante desde joven en la izquierda sinaloense, formadora de cuadros, exdiputada local y federal, ha sabido combinar la claridad ideológica con una narrativa empática. No hay encuestadora seria que no la coloque al frente de las preferencias, incluso por encima de aspirantes varones. Y eso, en el contexto actual, pesa.
Más aún si se considera que —según versiones cada vez más insistentes— cuenta con la simpatía de la presidenta Claudia Sheinbaum. La afinidad entre ambas es conocida: ambas mujeres de formación académica, de izquierda tradicional, con una visión transformadora del ejercicio público y alejadas del clientelismo de la vieja política. Si la línea viene desde Palacio Nacional, pocos se atreverán a contradecirla. En Morena, los procesos internos no se deciden solo con encuestas; también cuentan los equilibrios, las señales y las bendiciones políticas. Y hoy, Imelda parece tener todos los factores a favor.
A diferencia de otras aspirantes, Imelda combina dos activos difíciles de encontrar en una misma figura: estructura y legitimidad. Tiene el respaldo de sectores del movimiento, pero también una biografía congruente. No ha tenido que construirse de último minuto ni depender de padrinazgos coyunturales. Su experiencia legislativa, tanto local como federal, le permite moverse con soltura en las instituciones, pero su origen popular la mantiene conectada con las causas sociales. Esa combinación la vuelve particularmente competitiva.
Lo interesante de este escenario es que, por primera vez, no se discute si una mujer puede o no gobernar Sinaloa. Se da por hecho. Lo que está en juego es cuál mujer, con qué proyecto y desde qué grupo de poder. La paridad ha dejado de ser una concesión para convertirse en una competencia real. La lucha de las mujeres por participar ya no se libra en las plazas, sino en los pasillos del poder.
El proceso de empoderamiento femenino en la vida pública es uno de los pocos consensos democráticos que ha ganado terreno en México. Que hoy sea viable pensar en una mujer gobernadora en Sinaloa no es obra de un solo partido, sino de una historia de luchas acumuladas.
El reto de estas mujeres no es solo conquistar una candidatura, sino demostrar que el poder también puede ejercerse con otra lógica: con firmeza, pero sin imposiciones; con visión, pero sin arrogancia; con estrategia, pero sin traicionar principios. No se trata de cambiar rostros, sino de transformar las formas.
Porque al final, lo que verdaderamente honraría aquel 3 de julio de 1955 no es solo ver a mujeres en las boletas, sino que su llegada al poder signifique una verdadera transformación para un estado que sigue cargando viejas deudas con sus ciudadanas.
Y esa, apenas, es la primera vuelta de la carrera.