Por Yamir de Jesús Valdez.-
La reciente renuncia de Sergio Antonio Leyva López como secretario de Seguridad Pública y Tránsito Municipal de Culiacán, y la decisión del alcalde Juan de Dios Gámez Mendívil de solicitar a la SEDENA un perfil militar para reemplazarlo, ha encendido nuevamente un debate crucial en Sinaloa: ¿militares o civiles al frente de la seguridad pública? ¿Autoridad o legitimidad? ¿Paz o control?
De entrada, la salida de Leyva López, quien apenas tomó protesta en diciembre de 2022, se da en un momento tenso. Aunque el alcalde aseguró que su renuncia no guarda relación con el reciente conflicto entre policías municipales y estatales —donde siete agentes locales fueron detenidos por obstruir una operación en una clínica—, lo cierto es que la percepción ciudadana no distingue entre causalidad y casualidad. En una entidad donde la sospecha es casi reflejo, los hechos se encadenan solos.
Que un cuerpo policial impida a otro hacer su trabajo, y que además haya versiones contradictorias sobre si realmente había heridos de bala en la clínica, revela mucho más que un simple malentendido: deja entrever el desorden, la falta de coordinación e incluso los resabios de intereses cruzados que persisten al interior de las corporaciones. No es nuevo, pero sí cada vez más preocupante.
Frente a este panorama, la solución del alcalde fue pedir a la Secretaría de la Defensa Nacional que designe a un nuevo titular con perfil militar. La pregunta es inevitable: ¿estamos reconociendo nuestra incapacidad civil para conducir las tareas de seguridad? ¿O se está cediendo, por conveniencia política, una función netamente civil a una estructura que responde a una lógica castrense?
Decía el filósofo alemán Immanuel Kant que “la ilustración es la salida del hombre de su autoculpable minoría de edad”. Aplicado a nuestra realidad: ¿hasta cuándo vamos a depender de los militares para resolver lo que como sociedad civil no hemos sabido (o querido) enfrentar?
La respuesta puede parecer obvia en Culiacán, corazón de un estado donde la violencia organizada ha horadado la institucionalidad durante décadas. Pero no por eso debemos dejar de preguntarlo. Apostar, una vez más, por un militar para dirigir la seguridad pública no es neutral: es un acto político que confirma una tendencia nacional hacia la militarización de la vida pública.
Porque no es solo Culiacán. Es también la Guardia Nacional, cuyo carácter supuestamente civil fue traicionado cuando pasó a formar parte formal del Ejército. Es también el despliegue de soldados en tareas que van desde vigilar aeropuertos hasta construir obras públicas. Y es, por supuesto, el silencio o la resignación con que muchos actores políticos avalan esta transformación.
En Sinaloa, particularmente, esto tiene implicaciones delicadas. Si bien el Ejército goza de mayor confianza que las policías estatales y municipales —sobre todo por el hartazgo ciudadano ante la corrupción y la impunidad—, su presencia masiva ha generado también una peligrosa dependencia institucional. ¿Qué ocurre cuando el uniforme verde olivo se convierte en la única forma de autoridad legítima?
El gobierno municipal justifica esta solicitud en la necesidad de “fortalecer el trabajo conjunto con las corporaciones federales”. Pero eso también puede traducirse como: “no confiamos en nuestras propias fuerzas civiles”. Y ese es el verdadero fracaso.
Además, hay un tema que pocos quieren tocar pero todos conocen: las policías municipales en Sinaloa están infiltradas, mal capacitadas y aún peor pagadas. ¿Qué motivación real tiene un agente que gana menos de 15 mil pesos al mes por patrullar zonas controladas por grupos armados? ¿Cómo se puede exigir profesionalismo cuando ni siquiera hay condiciones dignas de trabajo?
Un buen sueldo no garantiza honestidad, pero la pobreza institucional casi siempre garantiza corrupción. Y en ese círculo vicioso estamos atrapados.
Lo que hace falta no es solo traer un militar con disciplina de cuartel a imponer orden. Lo que hace falta es una reforma profunda que dignifique la labor policial, que castigue las redes de complicidad al interior de las corporaciones y que devuelva la conducción de la seguridad a mandos civiles honestos y preparados.
Como diría el finado expresidente uruguayo José Mujica: “El poder no cambia a las personas, solo revela quiénes son en realidad”. En este caso, más que revelar quién manda, la militarización revela quién ha dejado de mandar.
Es momento de recordar que la Cuarta Transformación prometió construir una policía civil y confiable, no sustituirla con soldados. Militarizar la seguridad es, en los hechos, una confesión de derrota de los gobiernos civiles.
Desde Sinaloa, donde la delgada línea entre autoridad y criminalidad ha sido traspasada muchas veces, el reto es mayor. Necesitamos policías bien pagados, bien formados y bien dirigidos. Necesitamos mandos civiles que no teman enfrentar al crimen ni se sometan al poder de las armas. Y, sobre todo, necesitamos que los ciudadanos recuperen la confianza en que la ley no es solo un discurso.
Porque una ciudad no se pacifica con soldados en las calles, sino con instituciones fuertes, con transparencia y con justicia. De lo contrario, seguiremos disfrazando de solución lo que no es más que una medida desesperada.
Y en Culiacán, ya hemos tenido suficientes de esas.