Por Fernando Castillo Montolla.-
En Sinaloa, el acceso a la justicia sigue siendo un privilegio geográfico. Mientras en las ciudades los tribunales operan con relativa normalidad, en decenas de comunidades rurales y serranas los derechos existen solo en el papel. Para una madre desplazada en la sierra, para un jornalero indígena sin contrato, para una mujer víctima de violencia en una comunidad sin juzgado ni defensor público, la justicia no es una opción real. Es una promesa que nunca llega.
Las cifras no lo dicen todo, pero sí revelan mucho: hay municipios donde no existe un solo defensor público disponible de forma permanente, ni un Ministerio Público con capacidad de atención inmediata. En muchos casos, las personas deben trasladarse por horas —incluso días— para presentar una denuncia, firmar un escrito o asistir a una audiencia. ¿Cómo hablar de igualdad ante la ley en esas condiciones?
La Constitución consagra el derecho al acceso a la justicia como un derecho humano fundamental. Pero cuando el Estado no garantiza presencia institucional mínima en zonas marginadas, está incumpliendo con su deber más básico: proteger a los más vulnerables. Lo grave es que esta exclusión territorial no es nueva. Es estructural. Y, peor aún, parece haberse normalizado.
El sistema judicial sinaloense ha concentrado históricamente sus recursos en las ciudades principales. Lo mismo ocurre con las nuevas instituciones creadas en los últimos años: Centros de Conciliación Laboral, Unidades de Atención a Víctimas, Defensorías Públicas Especializadas. ¿Dónde están para quienes viven en Badiraguato, Choix, Concordia, El Rosario o Sinaloa de Leyva? ¿Cuántas veces una víctima ha tenido que desistir simplemente porque no hay quién la escuche cerca de su comunidad?
El problema no se resuelve con discursos ni con campañas. Se resuelve con presupuesto, con voluntad política y con diseño institucional descentralizado. Se requiere llevar módulos itinerantes de justicia a las comunidades, ampliar la defensoría pública con enfoque comunitario, y usar tecnología con criterios de inclusión, no solo para presumir digitalización desde Culiacán.
También se requiere algo más profundo: una convicción ética de que la justicia no debe depender del lugar donde se nace o se vive. Porque cuando los derechos no se garantizan en la práctica, lo que hay no es desigualdad: es exclusión.
Sinaloa necesita un sistema de justicia que esté presente donde más se sufre la violencia, donde más se violan los derechos y donde menos se confía en la ley. Y eso empieza por dejar de hacer políticas públicas desde el escritorio, y empezar a escuchar a quienes, desde los márgenes, siguen esperando que el Estado algún día los vea.