Por Jesús Fernando Castillo Montoya.-
Mientras la atención pública se concentra en el relevo de la Suprema Corte, en el Congreso avanza otro movimiento igual de decisivo: la reforma electoral. Bajo el argumento de reducir costos y simplificar el sistema, se pretende eliminar las diputaciones plurinominales y sustituirlas por curules asignadas a los segundos lugares más votados.
A primera vista la propuesta parece razonable, incluso justa. Pero en la práctica, lejos de fortalecer la representación, corre el riesgo de consolidar a las mayorías ya dominantes y debilitar a las minorías políticas que han encontrado en el sistema proporcional un espacio para hacerse escuchar. Quitar plurinominales no significa acabar con privilegios, significa dejar sin voz a sectores que, aunque pequeños, también forman parte del mosaico nacional.
A esto se suma la desaparición de los órganos locales electorales (OPLEs). Centralizar toda la organización en el INE puede sonar eficiente en papel, pero en estados como Sinaloa, donde la competencia política suele librarse en condiciones complejas, la cercanía de las instituciones locales es un contrapeso indispensable. La democracia no se defiende con ahorros presupuestales, sino con instituciones fuertes y cercanas a la ciudadanía.
La pluralidad no es un lujo: es la esencia de cualquier democracia. México tardó décadas en romper la hegemonía de un solo partido, y lo logró precisamente porque se abrieron espacios a las voces minoritarias. Cerrar esos espacios hoy, en nombre de la austeridad, sería un retroceso histórico. Una democracia más barata no necesariamente es una democracia mejor; puede ser, en realidad, una democracia más pobre.
La historia enseña que cuando se niegan cauces de representación, se abren cauces de confrontación. Y México no necesita más polarización, sino instituciones capaces de garantizar que todas las voces —las grandes y las pequeñas— tengan un lugar en la mesa de decisiones. Esa es la verdadera reforma pendiente.