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CAJA POLÍTICA| Censurar no resolverá el fondo del problema.

PorRedacción

Jun 16, 2025

Por Yamir de Jesús Valdez.-

Por décadas, Sinaloa ha sido tierra fértil para la música que cuenta historias. Aquí nacieron —musical y culturalmente— íconos como Los Tigres del Norte y Los Tucanes de Tijuana, quienes con sus letras retrataron la vida fronteriza, los sueños del migrante, y sí, también los excesos y realidades del narcotráfico. Hoy, nuevas generaciones retoman esa narrativa con un sonido distinto, más digital, más urbano, y lo llaman corrido tumbado. Es un fenómeno que, para bien o para mal, ya no se puede ignorar.

Artistas como Natanael Cano, Peso Pluma o Junior H han roto esquemas, fusionando el corrido tradicional con trap, hip hop y reguetón. El resultado es una música que conecta con millones de jóvenes, tanto en México como en Estados Unidos. No es exageración decir que están redefiniendo lo que significa “sonar a México” en el siglo XXI. Y esa redefinición no le gusta a todos.

En los últimos meses, el auge del corrido tumbado ha pasado del algoritmo de Spotify a los titulares de prensa y los plenos de los congresos locales. El caso de “Cuerno Azulado” —interpretado por Natanael Cano pese a la prohibición expresa de las autoridades en la Feria de San Marcos— evidenció una tensión que crece: la del arte contra la regulación, la libertad de expresión contra la “moral pública”.

En estados como Aguascalientes, Chihuahua y Sinaloa, se han emitido sanciones, cancelado conciertos y aprobado iniciativas que prohíben canciones asociadas al crimen organizado o que, según las autoridades, “hacen apología del delito”. No cabe duda de que hay preocupación legítima sobre el tipo de mensajes que consumen los jóvenes. Pero el enfoque está desviado: se pretende apagar el fuego soplando el humo.

La música —como cualquier forma de arte— no se produce en el vacío. Las letras de estos corridos no generan violencia; retratan una realidad violenta que ya existe, y que se vive con intensidad en estados como el nuestro. La inseguridad, la impunidad y la falta de oportunidades también son parte de la cultura, y ahí están, reflejadas en el repertorio de estos nuevos intérpretes. No son los culpables; son el espejo.

Desde el gobierno y ciertos sectores de la sociedad, se alzan voces que claman por la prohibición. Pero pocos se atreven a preguntarse qué está fallando para que un joven sinaloense de 16 años se sienta más identificado con la letra de una rola de Peso Pluma que con el discurso oficial de algún político. Esa es la conversación que realmente vale la pena dar.

Y es que no se trata de defender ciegamente el contenido de estas canciones —muchas veces misógino, violento, vacío de crítica—, sino de entender su origen. La pobreza, la falta de movilidad social, la narcoeconomía y el abandono institucional no se corrigen con censura. En Sinaloa sabemos bien que no basta con prohibir: hay que transformar. Y para transformar, hay que escuchar lo que no queremos oír.

Muchos de los jóvenes que consumen esta música, que la cantan y la corean con pasión, lo hacen porque ahí encuentran una identidad, un lenguaje propio, una válvula de escape. El corrido tumbado les habla sin filtros ni eufemismos. Les dice lo que nadie más se atreve. Y eso, más allá del juicio moral, tiene un valor simbólico que las autoridades no deberían subestimar.

La industria musical también enfrenta un dilema: ¿cómo equilibrar la rentabilidad con la responsabilidad social? ¿Cómo abrir espacios para el arte sin que se conviertan en tribuna del crimen? El reto no es menor, pero la respuesta difícilmente está en el veto.

Si de historia musical hablamos, Sinaloa tiene autoridad. Desde Chalino Sánchez hasta los ya mencionados Tigres del Norte, los corridos han sido crónica viva del México profundo. No hay que idealizar ese pasado, pero sí entender que el arte popular siempre ha estado marcado por el contexto social. Lo que cambia es el ritmo, no la raíz.

Prohibir un corrido no elimina la violencia que lo inspiró. Cancelar un concierto no le da alternativas a un joven que vive rodeado de impunidad. Callar una canción puede incluso convertirla en himno de resistencia, como ya ha sucedido. Y entonces, ¿de qué sirve?

En momentos como este, se necesita madurez política, sensibilidad cultural y pensamiento crítico. Las posturas absolutas —ya sea de prohibición total o de defensa a ultranza— solo polarizan y entorpecen el debate. Es necesario abrir espacios para discutir, analizar y construir nuevas formas de expresión que conecten sin glorificar el daño.

Sinaloa tiene la capacidad para ser vanguardia en esa discusión. Porque sabemos lo que es vivir con miedo, pero también con música. Porque entendemos que los corridos no son el problema, sino una parte del relato. Y porque si algo hemos aprendido como sociedad, es que cuando el Estado guarda silencio, el pueblo canta.

En vez de censurar, toca educar. En vez de prohibir, toca proponer. Y en vez de perseguir artistas, toca garantizar que los jóvenes tengan opciones de vida digna más allá de las letras que escuchan. Porque al final del día, en México no basta con echarle ganas. Hace falta un Estado presente, coherente y con la voluntad de enfrentar las raíces del problema.

La música seguirá sonando. Y mientras no cambiemos la realidad que la inspira, seguiremos escuchando los mismos acordes de siempre, aunque intentemos callarlos.

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