Por Yamir de Jesús Valdez.-
La renuncia del senador Néstor Camarillo al PRI no es un hecho menor. En apariencia, se trata de un desprendimiento más de los tantos que ha sufrido el tricolor en los últimos años; pero en el fondo significa algo más profundo: por primera vez desde su fundación, el otrora partido hegemónico pierde su lugar en la Mesa Directiva del Senado. La vicepresidencia que ocupaba Camarillo se esfuma junto con la bancada reducida a 13 integrantes, número cargado de superstición y, ahora, de simbolismo político.
Quienes observan con memoria señalan que este golpe no solo debilita la ya minada bancada priista, sino que fortalece al Partido Verde. Ese satélite histórico que orbitó durante décadas alrededor del PRI hoy se coloca por encima con 14 senadores. El mundo al revés: el hijo político superando al padre, la creación eclipsando al creador.
El gran perdedor, sin embargo, no es únicamente el partido como institución, sino Alejandro “Alito” Moreno, presidente del PRI y senador de la República. Moreno, siempre tan dado a proclamar que está “echado pa’ delante”, ve cómo su bancada se va echando para atrás. A la crisis electoral que arrastra desde 2018 y que lo condujo a los peores resultados en la historia del tricolor, ahora se suma la debacle legislativa. Bajo su liderazgo, el PRI pasó de ser un actor central en la construcción de consensos a mero espectador de su propio naufragio.
El éxodo tiene nombres y consecuencias. Cynthia López Castro ya había dejado las filas priistas para sumarse a Morena en 2024, y ahora Camarillo da el portazo definitivo. Lo que se especula en los pasillos del Senado no es tanto la razón de su renuncia, sino el destino que tomará. ¿Será el PAN, Movimiento Ciudadano o incluso la 4T? En la política mexicana, como en el teatro, el público suele adivinar la trama antes de que caiga el telón. Y en este caso, la trama apunta a que su renuncia no se entiende sin mirar el proceso de desafuero que enfrenta el propio Alejandro Moreno.
Algunos priistas maliciosos —y quizá no tan errados— aseguran que la salida de Camarillo fue un tributo que Alito entregó a Morena. Una ficha de intercambio para garantizar que, llegado el momento, la mayoría oficialista no empuje con tanta fuerza el desafuero. En otras palabras, Alito habría sacrificado a un soldado para intentar salvar al general. El cálculo es arriesgado: en un sistema político donde los favores se cobran caros, nadie puede asegurar que Morena pague esa deuda en la misma moneda.
El caso revela, además, la profunda contradicción de un dirigente que se aferra a la dirigencia nacional mientras su partido se reduce en escaños, votos y presencia territorial. Desde una perspectiva aristotélica, podríamos decir que el PRI de hoy es un cuerpo carente de forma, un ente que ha perdido la capacidad de actualizar su potencia política. Si en los años dorados era la encarnación del Estado, hoy es un esqueleto al que se le desprenden piezas en cada elección, en cada legislatura, en cada coyuntura.
Lo que ocurre con el PRI es también una lección para la política mexicana en su conjunto. Ninguna fuerza, por poderosa que parezca, está exenta de la decadencia si se olvida de su fundamento: la confianza ciudadana. Al final, la política es un contrato de representación. Cuando se usa para negociar privilegios individuales —como los rumores del desafuero de Alito dejan entrever—, ese contrato se rompe. Y lo que sigue es la desbandada.
El futuro de Camarillo es incierto, pero su renuncia ya dibuja consecuencias inmediatas. El PRI no solo pierde un asiento en la Mesa Directiva, pierde también la narrativa de ser el partido de las instituciones. Noventa y seis años después de su fundación, el tricolor deja de ser árbitro del poder para convertirse en observador del banquete donde alguna vez dictaba las reglas.
¿A dónde irá el senador poblano? Esa es la pregunta que se hacen todos. Pero más allá de su destino personal, lo que queda claro es que el PRI ya no controla ni el rumbo de sus propias fugas. Como barco en medio de la tormenta, se hunde no por el golpe de un iceberg, sino por las grietas acumuladas en su casco. Camarillo es solo la última vía de agua en un navío que hace tiempo perdió el timón.
La ironía es cruel: el Verde, que durante décadas fue considerado un partido de acompañamiento, hoy supera al PRI en el Senado. Y mientras tanto, Alito Moreno insiste en mostrarse como un dirigente fuerte, aunque su fuerza se reduzca al fuero que desesperadamente intenta conservar. La política, decía Aristóteles, es el arte de lo posible. Pero en el caso del PRI, lo posible parece reducido a sobrevivir a costa de lo que sea, incluso de su propia dignidad.
El tricolor se encuentra frente a una encrucijada histórica. Puede seguir en la senda del trueque político para proteger a su dirigente, o puede intentar, aunque sea tarde, reconstruir la confianza de la ciudadanía. Lo primero lo mantendrá a flote unas cuantas legislaturas más. Lo segundo, aunque improbable bajo la actual dirigencia, sería el único camino para recuperar sentido y presencia. Mientras tanto, la realidad se impone: el partido que alguna vez fue sinónimo de poder, hoy se resume en un número cabalístico: trece.