Por Yamir de Jesús Valdez.-
La presidenta Claudia Sheinbaum anunció en su conferencia matutina del 25 de junio de 2025 la posibilidad de eliminar a los legisladores plurinominales como parte de su propuesta de reforma electoral. Aseguró que no habrá afectaciones a la autonomía del INE y negó resistencias entre sus aliados, el Partido del Trabajo y el Partido Verde. “Todos estamos de acuerdo en que hay que ir a territorio y estar con la ciudadanía”, dijo, al cuestionar que haya representantes que hayan pasado años fuera del país.
El mensaje es claro: se busca centralizar aún más el poder político en las mayorías electorales, bajo el argumento de cercanía con la gente.
Pero más allá de la forma, hay que detenernos a fondo en el fondo. ¿Y si estos cambios no los propusiera Morena, sino un gobierno panista o priista? ¿Cuál sería la reacción de quienes hoy se dicen custodios de la democracia? ¿Aceptarían con el mismo entusiasmo la eliminación de espacios de representación proporcional, la reducción de prerrogativas a los partidos o la poda presupuestal al INE?
Difícilmente. Morena y sus huestes estarían en la calle, incendiando tribunas y redes con discursos en defensa del pueblo. Acusarían autoritarismo, represión, concentración del poder. Es más: ese fue el guion durante años. Desde la oposición, lo que hoy se promueve era motivo de repudio.
Por eso resulta fundamental plantear esta pregunta: ¿los mandos de Morena tienen la capacidad de asumir, aunque sea por un instante, la posibilidad de volver a ser oposición? ¿Pueden desprenderse de la euforia del triunfo y entender que la democracia es cambio, alternancia y ciclos?
Porque no hay victoria perpetua. Ninguna coalición, por amplia que sea, tiene asegurado el poder para siempre. El PRI pensó que su maquinaria era eterna hasta que perdió. El PAN soñó con el relevo civilizatorio hasta que se desfondó. Morena, con todo y su legitimidad electoral, no está blindado frente al desgaste del poder.
Y sin embargo, actúan como si sí. Como si la voluntad popular de 2024 fuera una patente para rediseñar el sistema político a su conveniencia. La reforma electoral que se cocina no es simplemente técnica o administrativa: es profundamente política. Es una reforma que, de aprobarse, acotará la representación de las minorías, debilitará la diversidad del Congreso y hará más difícil el juego democrático.
Eliminar los plurinominales puede sonar popular —¿quién quiere “diputados de lista” que no tocan el territorio?—, pero es una trampa discursiva. Esos espacios fueron creados precisamente para evitar que las mayorías se impusieran de manera absoluta. Para que todas las voces tuvieran cabida, no sólo las que ganan por votos directos. Sin representación proporcional, el Congreso se vuelve espejo del poder, no contrapeso.
Ahora bien, se dice que la propuesta no afectará la autonomía del INE. Pero esa promesa es insuficiente. Porque mantener al árbitro intacto mientras se controla todo lo demás es una jugada igual de peligrosa. Si el INE sigue existiendo, pero sin presupuesto, sin respaldo institucional y sin un ecosistema político plural que lo rodee, su papel será simbólico. Un cascarón vacío.
Y vale recordar algo más: esta reforma se da en el contexto de un proyecto político que ha entregado al Ejército buena parte del aparato civil del Estado. Puertos, aeropuertos, aduanas, trenes, bancos, infraestructura, seguridad pública. Ahora, con la reforma electoral, también busca blindar su poder político. La militarización no es solo territorial o económica; es también institucional. Se trata de la consolidación de un poder central que no rinde cuentas.
¿Eso querían decir con “transformación”? ¿Confiar eternamente en la buena fe de quienes gobiernan ahora, sin pensar que mañana puede haber otros con menos escrúpulos usando las mismas reglas?
Por eso es urgente recordarle a Morena lo que alguna vez supo: que la democracia se defiende también cuando no se tiene el poder. Que las reglas deben pensarse no solo desde la mayoría, sino desde la posibilidad de ser minoría. Que hoy están arriba, pero que nadie garantiza que sigan ahí.
Y aquí la paradoja más amarga: quienes más temieron al autoritarismo, hoy lo coquetean. Quienes marcharon por elecciones limpias, hoy debaten cómo modificar el sistema a su favor. Quienes pedían voz para los invisibles, hoy silencian a los que no piensan como ellos.
La democracia mexicana no necesita menos representación, sino más. No requiere menos instituciones, sino más fuertes. No pide menos partidos, sino partidos mejores. Lo que está en juego no es un número de curules, sino el modelo de país que queremos.
No se trata de frenar todo lo que venga de Morena por principio. Se trata de exigir que cualquier reforma se construya desde una visión de Estado, no de facción. Y eso incluye preguntarse si estarían dispuestos a vivir bajo las reglas que hoy quieren imponer.
Porque si un día pierden el poder —y ese día llegará—, recordarán con nostalgia los mecanismos que hoy quieren eliminar. Lo sabrán entonces: los plurinominales, las prerrogativas, el INE fuerte, la crítica incómoda, la oposición viva, eran parte de un sistema imperfecto, sí, pero necesario.
Los morenistas lo saben mejor que nadie. Porque la historia, como el poder, también da vueltas. Y más temprano que tarde, vuelve a poner a cada quien en su sitio.