Por Yamir de Jesús Valdez.-
Hace apenas un mes, medio México aplaudía lo que parecía un triunfo diplomático: la suspensión por 90 días de los aranceles que Estados Unidos pretendía imponer a ciertos productos mexicanos. El anuncio se leyó como un respiro económico y un guiño de cooperación. Sin embargo, en la Mesa de Análisis más Chingona de Sinaloa, que se transmite de 6 a 7 de la tarde por La Plakosa 95.3 FM, advertimos que esos aplausos podían salir caros. Dijimos entonces que probablemente la presidenta Claudia Sheinbaum entregaría a una treintena de narcotraficantes como “contraprestación” política y diplomática. No llegamos a la cifra exacta… pero anduvimos cerca: el 12 de agosto se extraditaron 26.
El argumento oficial para justificarlo fue que “seguían delinquiendo”. Una frase tan breve como explosiva. Porque si es cierta, implica que el Estado mexicano reconoce que ni siquiera en sus cárceles de “máxima seguridad” es capaz de contener la actividad criminal. Y si no es cierta, entonces se trata de una narrativa funcional al acuerdo con Washington para que el intercambio –aranceles por cooperación– suene menos a negociación y más a combate al crimen. En cualquier caso, el mensaje que se envía es doble. Por un lado, México admite que no puede mantener bajo control a ciertos personajes y que, dado que en Estados Unidos “sí hay ley”, mejor los entrega para que sean ellos quienes se encarguen. Por otro, se reconoce un trasfondo comercial y geopolítico: aranceles y cooperación como las dos caras de la misma moneda.
No hay nada fácil en esta decisión. No es un asunto que se pueda reducir a “aplicar la ley” o “ceder soberanía” sin matices. La extradición de 26 narcotraficantes de alto impacto se da en un contexto cargado: desde las presiones diplomáticas por temas de seguridad hasta el amago de operaciones militares unilaterales en territorio mexicano, planteadas abiertamente por sectores políticos de Estados Unidos. Es decir, no es solo una acción judicial: es una jugada en el tablero de las relaciones bilaterales, con piezas económicas, militares y de imagen pública en juego.
Lo más complicado, sin embargo, no está en la acción en sí, sino en la explicación. El decir que “seguían delinquiendo” deja a México en una posición incómoda y, en cierto sentido, humillante. Significa aceptar que, incluso en las cárceles supuestamente más vigiladas, el crimen organizado sigue operando con eficacia. Y no hablamos de llamadas clandestinas o de pequeñas transacciones: hablamos de la capacidad para seguir siendo generadores de violencia desde un encierro que, en teoría, debería neutralizarlos. La pregunta cae por su propio peso: ¿no hay manera de cerrar ese boquete en el corto plazo? Si el Estado no puede cortar las redes delictivas ni siquiera en el espacio donde tiene control absoluto, ¿qué garantías hay de que pueda hacerlo en las calles?
La historia de criminales que siguen operando desde prisión no es nueva. Pero que la narrativa oficial lo use como justificación de una extradición masiva es una admisión preocupante. Significa que no estamos hablando de casos aislados, sino de un problema estructural. Y si el diagnóstico es que las prisiones mexicanas no sirven para aislar a criminales de alto impacto, la consecuencia lógica sería una revisión total del sistema penitenciario, no la simple exportación del problema. Lo paradójico es que se presume un combate al crimen mientras se externaliza la tarea de sancionarlo. Los criminales dejan de ser “nuestro” problema, pero no por un triunfo de nuestras instituciones, sino porque otro país asumirá el trabajo que nosotros no logramos hacer. Es como si en lugar de reparar una fuga en casa, le pasáramos la cubeta al vecino para que la escurra.
Otro error que puede costar caro es la falta de una versión única y contundente desde el gobierno mexicano. La política –y más la política exterior– no admite vacíos narrativos: si México no llena el espacio con su versión, Estados Unidos lo hará con la suya. Y ya lo está haciendo. El Departamento de Justicia y las agencias estadounidenses no se limitan a confirmar la recepción de los extraditados; detallan los cargos, subrayan la peligrosidad de los individuos y sugieren que su detención en México no fue suficiente para frenar sus actividades. Si cada vocero mexicano da su propia interpretación, el mensaje que queda es de improvisación y de falta de rumbo. Lo primero que debería haberse hecho es establecer con nitidez una línea oficial: por qué se extraditó, en qué contexto, con qué objetivos y cuáles son las implicaciones para México.
Los defensores de la medida argumentarán que la cooperación judicial con Estados Unidos es indispensable, que sin ella el combate al crimen sería todavía más difícil y que, en última instancia, la prioridad es la seguridad de las personas. Y en parte tienen razón. Pero también es cierto que las extradiciones masivas en contextos de tensión política y económica son percibidas como fichas de cambio, no como actos soberanos. El equilibrio es delicado: si se coopera demasiado, se da la impresión de que se actúa por órdenes de Washington; si se coopera poco, se reavivan las amenazas de sanciones o intervenciones. En esa cuerda floja, la narrativa interna es vital: la ciudadanía necesita saber que sus instituciones no solo cumplen órdenes externas, sino que actúan con un plan propio, con prioridades nacionales y con un proyecto claro.
La extradición de los 26 narcotraficantes es un hecho consumado. Lo que queda por ver es si el gobierno logra capitalizarlo como una muestra de eficacia o si, por el contrario, queda como un recordatorio de nuestras debilidades. Porque más allá de los aranceles suspendidos y de la cooperación celebrada en comunicados oficiales, la imagen que queda es la de un país que reconoce no poder controlar a ciertos criminales ni siquiera cuando están bajo llave. Y si esa es la realidad, no basta con disfrazarla de “cooperación internacional”. Habrá que aceptar que tenemos un problema estructural que no se resuelve con 26 extradiciones, ni con 260. El reto es que algún día, cuando se hable de justicia en México, no tengamos que voltear a ver a Washington para saber si se está haciendo bien el trabajo.