Por Yamir de Jesús Valdez.-
En Palacio Nacional se tomó la fotografía del recuerdo, con el mural de Diego Rivera como testigo y todos los gobernadores del país acomodados en la escalinata. La sonrisa protocolaria no alcanzó a ocultar una verdad incómoda: muchos de esos mandatarios estatales han claudicado en su obligación primera, la de garantizar la seguridad de sus ciudadanos. El Consejo Nacional de Seguridad Pública se convirtió en escenario para recordarlo. La convocatoria presidencial fue clara, pero la pregunta es si alguien recogerá el guante más allá del discurso y la selfie.
La paradoja se repite una y otra vez. Gobernadores que viajan a la capital para pedir más presencia del Ejército, de la Guardia Nacional, de la Marina, como si se tratara de una muleta permanente. No se detienen a reflexionar que, mientras ellos no construyan policías estatales y municipales capacitadas, confiables y con salarios dignos, el problema seguirá siendo el mismo. Se limitan a levantar la voz en las reuniones nacionales y a culpar a la Federación, sin atender los delitos del fuero común que golpean día a día a sus gobernados. Lo que parece olvidarse es que el pacto social tiene una premisa básica: te obedezco a cambio de que me protejas. Si eso no ocurre, el contrato se resquebraja.
El diagnóstico es conocido y no se agota en los informes que circulan cada trimestre. Las policías locales siguen siendo frágiles, insuficientes en número, vulnerables a la corrupción y en ocasiones cómplices de las bandas criminales que deberían combatir. Hay excepciones honrosas, pero la regla es la precariedad. Así, la Federación absorbe una carga que no le corresponde sola, mientras los estados se acomodan en la cómoda posición de víctimas. El círculo vicioso se perpetúa: no hay policías confiables porque no hay voluntad política para crearlas, y como no existen, se recurre a las fuerzas federales que tampoco pueden cubrir cada rincón del país.
En Sinaloa el problema se vive con crudeza. Basta con observar lo ocurrido el fin de semana pasado en los hospitales de Culiacán, donde hechos de violencia y de alto impacto trastocaron la vida de médicos, pacientes y familias enteras. Que los hospitales —espacios que deberían ser santuarios de paz y atención— se vean alcanzados por la violencia, exhibe la incapacidad de contener a grupos que se mueven con impunidad. La pregunta es incómoda: ¿qué clase de autoridad permite que el miedo se cuele hasta los pasillos donde la gente espera una consulta, una operación o la recuperación de un ser querido?
El contraste es brutal. Mientras en la Ciudad de México se reparten discursos sobre coordinación y compromiso, en Culiacán los ciudadanos viven la zozobra de saber que ni siquiera en un hospital están a salvo. Es aquí donde se revela la magnitud del vacío institucional. La seguridad no puede ser una concesión parcial ni un servicio que dependa de coyunturas políticas. La seguridad es el núcleo mismo de la legitimidad del Estado. Cuando se fractura, lo demás —economía, educación, salud— queda en segundo plano porque lo primero es sobrevivir.
Los gobernadores que posaron sonrientes bajo el mural de Rivera deberían recordar que la historia no los juzgará por la foto ni por la asistencia a una reunión más. Serán evaluados por lo que hicieron o dejaron de hacer para proteger a su gente. Si cada escándalo de violencia en hospitales, plazas públicas o carreteras se convierte en una anécdota pasajera, el descrédito será acumulativo y la ciudadanía terminará por reconocerlos no como gobernantes, sino como administradores del desorden.
No es exagerado afirmar que la omisión se ha vuelto un modo de gobernar. La pasividad es más cómoda que la confrontación. Pero esa comodidad se paga caro: se paga con muertos, con heridos, con jóvenes reclutados por la delincuencia, con médicos que abandonan sus plazas por miedo, con familias enteras que migran a otras ciudades porque no encuentran paz en la suya. Se paga con un deterioro silencioso del tejido social que, cuando estalla, resulta irreversible.
Al final, lo que está en juego es la credibilidad de las instituciones. No basta con insistir en la austeridad, en los programas sociales o en la retórica de la transformación. Sin seguridad, todo lo demás se diluye. Y sin la construcción de policías estatales y municipales eficaces, la seguridad seguirá siendo una promesa incumplida. El Consejo Nacional de Seguridad Pública dejó sobre la mesa un reto ineludible. Ahora corresponde a los gobernadores decidir si se mantendrán como espectadores o si asumirán el costo político de transformar de verdad a sus corporaciones.
De lo contrario, la próxima foto en Palacio Nacional será igual que la de esta semana: sonrisas enmarcadas en un mural, discursos bien redactados y una ciudadanía que, al volver a casa, seguirá preguntándose por qué tiene que vivir con miedo hasta en un hospital.