Por Yamir de Jesús Valdez.-
Los partidos políticos atraviesan una crisis silenciosa, aunque visible para cualquiera que observe con un mínimo de atención. No es la falta de militantes ni la escasez de recursos lo que los tiene enredados, sino algo mucho más profundo, la incapacidad de renovarse, y no me refiero a logos o slogans.
A dos años del proceso electoral de 2027, el panorama empieza a delinearse con los rostros de siempre. Aquellos que ya ocuparon una curul, presidieron un municipio, o rotaron entre cargos sin haber dejado huella, vuelven a asomar la cabeza como si la política fuera una propiedad hereditaria.
Es difícil no advertir la desconexión entre las dirigencias partidistas y la sociedad. Se siguen repartiendo candidaturas entre los mismos nombres, bajo el cuento de la”productividad” o la “experiencia”, se tiene que salir de ese corral, cuando lo que el estado y el país necesitan es visión. En lugar de abrir las puertas a perfiles nuevos, a ciudadanos con trayectoria profesional o compromiso social, prefieren reciclar viejos cuadros que, más que representar, se representan a sí mismos. La política mexicana ha caído en la lógica del retorno, quienes una vez ocuparon el poder creen tener un derecho adquirido a recuperarlo.
En Sinaloa, el fenómeno no es distinto. Los partidos —del color que se elija— han mostrado una alarmante falta de autocrítica. Ninguno ha sido capaz de revisar su historia reciente, cuestionar sus errores o redefinir su ideario. No hay reflexión sobre qué significa hoy ser un partido político en un país que cambió su forma de entender el poder y la representación. Algunos se dicen de izquierda sin practicar la igualdad; otros se proclaman de derecha sin defender los valores que dicen encarnar. Lo que queda es una masa gris, un conjunto de estructuras que funcionan como agencias de colocación para los mismos políticos de siempre.
El mayor daño no es institucional, sino moral. La gente ha dejado de creer que participar sirva de algo, porque cada elección se parece a la anterior. Los nombres cambian de partido, pero no de discurso ni de prácticas. La ciudadanía ve desfilar a los mismos rostros, los mismos apellidos, las mismas promesas incumplidas. En esa repetición, la política ha perdido su carácter transformador y se ha vuelto un ejercicio de supervivencia para quienes la practican profesionalmente.
México necesita una renovación generacional genuina, pero no meramente etaria. No basta con ser joven; se requiere ética, formación y propósito. Lo verdaderamente joven es la actitud ante el poder, la disposición a cuestionar lo establecido, la apertura para construir de manera distinta. El desafío está en cómo incorporar a las nuevas generaciones sin que la política las devore. Porque el sistema, como está diseñado, termina moldeando a quien entra con entusiasmo y termina adaptándolo a sus vicios.
Y ahí radica la contradicción, porque los mismos que piden el relevo son los que impiden que ocurra. Los liderazgos eternos bloquean los espacios, se resisten a soltar las candidaturas, temen perder la centralidad. Confunden permanencia con mérito, trayectoria con derecho. Así, cada proceso electoral se convierte en una lucha interna por mantener cuotas, no por abrir caminos. No hay espacio para la inteligencia cívica ni para la diversidad social.
La ciudadanía, por su parte, también tiene una tarea pendiente. No basta con quejarse de la política ni con exigir “caras nuevas” si se sigue premiando el oportunismo o el clientelismo con el voto. La democracia no se renueva sola; necesita de ciudadanos que asuman que el cambio comienza desde el momento en que se decide participar. No necesariamente desde un partido, pero sí desde la exigencia y la organización.
El anhelo de renovación no es solo un reclamo generacional, sino un signo de madurez política. Significa que la sociedad ha dejado de aceptar la inercia, que empieza a demandar coherencia entre discurso y acción. Si este impulso se consolida, podría ser el comienzo de una nueva etapa: una política menos burocrática y más humana, menos de cálculo y más de convicción.
Pero ese horizonte todavía se ve distante. Los partidos parecen más concentrados en preservar su nomenclatura que en repensar su utilidad social. Si no hay autocrítica, no habrá cambio. Si no se replantean sus principios, no tendrán futuro. La frase “los mismos de siempre” ha dejado de ser un eslogan contra los políticos del pasado para volverse una etiqueta que los alcanza a todos. Es el espejo que los enfrenta con su desgaste.
El país no necesita redentores ni caudillos, sino instituciones capaces de renovarse y de incluir. Tal vez ahí radique la esperanza: en la aparición de una generación que no venga a repetir lo anterior, sino a refundarlo. Porque el verdadero cambio no será el de los nombres en las boletas, sino el de las ideas en la conciencia colectiva.
Y mientras eso ocurre, los partidos seguirán ensimismados en su propia decadencia, creyendo que aún dominan el tablero, sin advertir que el juego, allá afuera, ya cambió.