Por Ismael Camacho Burgos.-
Estamos más cerca de cumplir un año de caos que de ver una solución al conflicto de la inseguridad en Sinaloa.
Las consecuencias saltan a la vista. El recorrido más ligero que se den por el centro de Culiacán o por las plazas comerciales, muestra una mayor cantidad de locales cerrados que abiertos.
La suma de empleos perdidos, la mínima cantidad de nuevos espacios laborales, los bajos sueldos, los horarios reducidos, los despidos masivos, los negocios descapitalizados, la falta de transporte en horarios de la noche, la disminución en el consumo personal y familiar, la falta de dinero circulante, los robos y asaltos.
No es una situación en la que podamos ni continuar con nuestra vida, ni acostumbrarnos.
La vida no puede continuar en paz porque no la hay. La tranquilidad con la que andábamos por la noche en Culiacán, o llegábamos a las 5-6 de la mañana en Mazatlán, se han ido. Se esfumó entre los dedos de unas manos incapaces, indolentes y con otros datos.
Tampoco podemos acostumbrarnos o normalizar porque eso solo se logra cuando los afectados son los otros, quien sea, pero de otra familia. Ya quedan muy pocas que lo vean como algo lejano. Todos nos reflejamos en la inseguridad y lo vemos como un espejo. Nos identificamos con la experiencia propia o de alguien muy cercano.
Ya no existen los lugares seguros. Eso queda solo para quienes viven rodeados de guardias, que son los mismos que deberían darnos soluciones, pero no pueden, no saben, pero no lo reconocen.
Hasta hace muy pocos años, entrando a Sinaloa ya nos sentíamos en casa. Ahora no lo sentimos ni al llegar a nuestra ciudad, a nuestra colonia, y ni en nuestra cuadra.
Los hospitales, las escuelas, las funerarias, los panteones, las propias ambulancias, han dejado de ser lugares respetados.
Los responsables no oyen, ni escuchan, ni sienten. Pero se esconden porque saben lo que está pasando. Eso creo yo.