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SUGEYSTIVA| Cuando la violencia se vuelve rutina.

Por Diana Sugey Mendoza.-

Recientemente vi un video de un amigo en el que criticaba la situación de violencia en la que nos encontramos. El 9 de septiembre se cumple un año desde que nos fue arrebatada la seguridad, la libertad y muchas vidas. Sin embargo, me pregunto: antes de esta ola de violencia que se ha desatado en el estado, ¿realmente contábamos con ellas?

Sinaloa ha sido históricamente conocido por formar parte del llamado “Triángulo Dorado”, una región marcada por el cultivo de marihuana y amapola, y por ser el epicentro del narcotráfico en México, bajo el control del Cártel de Sinaloa. Su historia ha estado acompañada de guerras, muertes, desapariciones e inseguridad. No obstante, durante mucho tiempo, parecía que esta violencia no tocaba directamente a quienes estaban fuera de ese círculo. Pero esto ha cambiado con el paso de los años: el narcotráfico ha penetrado espacios que antes se creían seguros. Es bien sabido que una parte considerable de la economía del estado proviene de actividades relacionadas con el narco, y que nuestra cultura, tristemente conocida como “narcocultura”, lleva su sello profundamente arraigado.

Comprendo la postura de mi amigo cuando menciona que, si bien es responsabilidad del gobierno garantizar nuestros derechos fundamentales —y que en ello ha fallado—, también nosotros, como ciudadanía, nos hemos convertido en consumidores pasivos de esta realidad. Hemos adoptado una actitud apática ante los hechos, justificando la violencia con frases que nos ayudan a sobrellevar la incertidumbre que nos ha acompañado por generaciones: “Si se lo llevaron, levantaron o mataron, es por algo”, “Seguro andaba mal”, “Mientras a mi familia no le pase nada, todo está bien”. Estas expresiones no solo normalizan el crimen, sino que justifican el no involucramiento social.

Y aunque existen personas que resisten, que han creado colectivos, promueven la cultura, a través de la lectura, el arte y la educación como formas de transformación social, lo cierto es que la influencia del narcotráfico en la vida cotidiana parece más fuerte. En el último año, hemos llegado a un punto en el que la situación se ha vuelto insostenible: la violencia está presente a toda hora, las personas temen por su seguridad, y salir a la calle ya no es sinónimo de libertad. Como mencioné al inicio, muchas vidas se han perdido.

Lo que resulta inquietante es cómo se habla de estos hechos como si fueran nuevos, cuando en realidad han estado siempre ahí. Lo que ha cambiado es que ahora lo sentimos más cerca; nos atraviesa la vida diaria. Los discursos que antes nos daban consuelo hoy parecen insuficientes. Aparece entonces la queja, una queja que se dirige al gobierno, a la situación, a los narcotraficantes, pero que es pasiva, vacía de acción. Nos permite desahogarnos, pero no nos lleva al compromiso.

En este punto, no sé si somos apáticos o si simplemente intentamos sobrevivir de la mejor manera posible en las condiciones en las que nos encontramos. Tal vez hemos normalizado la violencia no porque hayamos aprendido a convivir con ella, ni porque nos sea indiferente, sino porque no conocemos otra forma de vida. Nos faltan herramientas, nos falta comunidad.

Y es aquí donde el dolor se vuelve colectivo. Nos duele lo que somos, lo que hemos permitido, lo que no hemos sabido transformar. Tal vez el primer paso para recuperar la seguridad y la libertad —más allá de lo institucional— sea volver a reconocernos como parte de un mismo tejido social, recuperar la empatía y atrevernos a imaginar una realidad diferente. Porque mientras el miedo y la indiferencia nos paralicen, el ciclo continuará. Pero si empezamos a sentir, a hablar y actuar desde lo humano, aún en medio del dolor, quizás podamos empezar a tejer otras formas de vida posibles.