Por Diana Sugey Mendoza.-
Una vez más, la violencia nos arrebata una noche que debería ser de fiesta, de memoria, de identidad.
Hoy, 15 de septiembre, en vez de reunirnos en las plazas, ondear banderas y gritar “¡Viva México!”, muchos en Culiacán estamos encerrados en casa, revisando redes sociales para ver si no hubo otro enfrentamiento cerca, otra balacera, otro muerto. Es la segunda vez que se cancela el Grito de Independencia en esta ciudad, y aunque la noticia ya no sorprende, sí sigue doliendo.
¿De qué sirve celebrar la independencia si no somos libres? La libertad no se mide solo en cadenas rotas ni en himnos entonados. Se mide también en la posibilidad de caminar tranquilos por las calles, de vivir sin miedo, de confiar en que la autoridad nos protege. Hoy en Culiacán, como enmuchas otras regiones del país, esa libertad no existe. La violencia ha ganado otra batalla.
Históricamente, la lucha por la independencia fue un acto de valentía contra un sistema que oprimía. Hidalgo, Morelos, Allende… no murieron por ver a su gente temerosa, sometida por un nuevo poder informal y criminal, sino por verla libre. Pero parece que hemos sustituido a los virreyes por cárteles, y a los insurgentes por ciudadanos que resisten como pueden: en silencio, con miedo, con resignación.
Desde la política, la situación revela una verdad incómoda: el Estado está siendo rebasado. No por un ejército extranjero, sino por la violencia doméstica, por estructuras paralelas de poder que dictan cuándo podemos salir, qué zonas podemos cruzar, y cuándo debemos escondernos. La suspensión del Grito de Independencia no es un simple protocolo de seguridad: es una declaración implícita de que el gobierno ha perdido control sobre partes de su territorio.
La psicología social también tiene algo que decir. Vivir en constante tensión genera una normalización del horror. Nos adaptamos para sobrevivir, pero esa adaptación cobra factura: trastornos de ansiedad, estrés postraumático, insensibilidad ante el sufrimiento ajeno. Peor aún, los niños y jóvenes crecen en un entorno donde la violencia se vuelve rutina, y eso deforma el tejido social a largo plazo. ¿Qué tipo de sociedad estamos formando si la impunidad es la regla y la justicia, una excepción?
Culiacán no está solo en este dolor, pero eso no lo hace menos grave. Lo que vivimos es una fractura cultural, institucional y emocional. Cancelar una ceremonia como el Grito es simbólicamente devastador. Significa que ni siquiera podemos mantener vivas nuestras tradiciones sin que la sombra de la violencia las empañe.
No basta con reconocer el problema. Se necesita una acción real, integral, valiente. Pero también se necesita que como sociedad dejemos de normalizar lo inaceptable. Que exijamos más. Que recuperemos, poco a poco, los espacios públicos, las fiestas patrias, las calles. Porque solo así podremos responder con dignidad a una pregunta que hoy retumba en cada casa de Culiacán:
¿Independencia de qué, si seguimos viviendo con miedo?