Por Diana Sugey Mendoza.-
Recientemente leí el libro Vida Contemplativa del filósofo Byung-Chul Han. En sus páginas, el autor ofrece una crítica profunda al ritmo frenético de la sociedad contemporánea, dominada por la hiperactividad, el ruido constante de las redes sociales y la cultura del rendimiento. Esto me ha llevado a cuestionar los efectos que estas dinámicas tienen sobre la salud mental de las personas.
En la actualidad, somos constantemente bombardeados con información sobre salud mental, impulsada sobre todo por campañas de prevención. Sin embargo, los resultados parecen contradictorios: cada vez se registran más casos de personas que experimentan algún tipo de malestar psicológico. Esto, lejos de ser negativo por completo, también refleja un avance: existe hoy una mayor conciencia y menos estigma, lo que ha llevado a más personas a acercarse a profesionales de la salud mental.
Aun así, es importante detenernos y observar con atención: ¿qué vemos a nuestro alrededor?
Si me preguntan a mí, respondería que estamos ante una sociedad cada vez más fragmentada, menos preocupada y ocupada por el otro; una sociedad más individualista, sumergida en la mayoría de los casos en aparatos tecnológicos. Observo una dificultad creciente para hacer silencio, para detenerse y prestar atención plena, para simplemente contemplar, tal como lo propone Han.
Tal vez muchos ni siquiera sepamos en qué consiste eso último o, peor aún, nos sintamos incapaces de hacerlo, ya que implicaría desconectarnos. Y hoy, desconectarse parece ser un riesgo que pocos están dispuestos a tomar. Lo paradójico es que, como señala Jonathan Haidt, no tenemos problema en desconectarnos de la vida real, pero nos resulta inconcebible despegarnos del mundo virtual.
Además, estamos perdiendo la capacidad de comunicarnos cara a cara. Y eso es lamentable, porque en el encuentro con el otro compartimos nuestro mundo interior, el cual se va formando a través de las experiencias y vínculos que tejemos a lo largo de la vida. Pero en una sociedad tan dividida e individualista, incapaz de conectarse verdaderamente en lo real, me pregunto: ¿cómo es el mundo interior que estamos construyendo? ¿Qué está pasando con el ser?
No me sorprende que los malestares psicológicos aumenten. Son el reflejo de una sociedad que ha ido perdiendo el sentido. Es curioso que, en un tiempo donde tanto se habla del sentido de vida, parezca que lo estamos dejando escapar. ¿Será que hay tantas opciones que nos cuesta elegir un camino? ¿O será que la ausencia de pausas y momentos de inacción nos impide reflexionar sobre nuestra existencia, llevándonos a actuar en automático, como si supiéramos por qué hacemos lo que hacemos, cuando en realidad sólo estamos sobreviviendo?
Tal vez ha llegado el momento de replantearnos hacia dónde vamos como sociedad. Tal vez la clave no esté en hacer más, sino en detenernos, contemplar y volver a conectar con lo esencial: con el otro, con el silencio, con nosotros mismos.